miércoles, 30 de agosto de 2023

Bruma en la cueva

Bruma en la cueva

Fernando Caroy Rey (Daniel Fernando Bonfiglioli) 

DNI 21.898.454

En la montaña, tras los surcos en la nieve, iba dejando mi cabaña atrás. Quedaba custodiada por mis huskys y con seguridad por algún ángel de la guarda.

La cima ya no se veía, estaba resbalando a toda velocidad hacia el valle níveo y el bosque de pehuenes. El trineo tropezó y se dio vueltas dejándome boca arriba en el manto blanco. Los perros asustados ladrando, parecían pedir una explicación a lo sucedido en aquél valle nevado. Me puse de pie, sacudí el frío y tranquilicé a los huskys que eran seis. Reparé el trineo y monté otra vez en éste. Los perros excitados se conducían a más velocidad que antes.

Llegamos a la base de la montaña, donde se encontraba el camino para llegar hasta el pueblo. Desenganché los perros del trineo y empecé a caminar acompañado por ellos. Había mucho barro y las huellas eran profundas. Con mucho esfuerzo llegamos a la entrada.

Recorrí todas las cabañas y puestos uno por uno golpeando y llamando, jadeante y pálido imagino por la temperatura que sentía en mi piel. Casi sin oxígeno, y sin encontrar rastro alguno de humanos, me senté en la última de las casas que revisé en la infructuosa búsqueda. Era en absoluto misterioso, tampoco había líneas celulares o teléfonos activos. El pueblo estaba aislado y por consecuencia yo también. Estaba entrando el sol y no habría

posibilidades de volver a la cima de la montaña, a mi refugio. Sólo pensé que lo único que faltaba era que azotara una tormenta de nieve. Había dos vehículos en el pueblo pero ninguno logré poner en marcha. Aventajando la mala suerte, noté que había suficiente comida en la despensa para dos semanas. Tal vez en otras viviendas habría más. Bueno, igual, no pienso permanecer tanto tiempo aquí, o eso espero.

Encendí un sol de noche y puse leña en la chimenea para abrigarme y sentirme un poco más seguro. Trast! Trast!... un ruido violento me sobresaltó. Venía del fondo de la casa. Los perros estaban conmigo de modo que no podrían ser ellos. Ladraron tanto  y de forma tan agresiva que lograron asustarme. Investigando con mi linterna y otra vez la sensación de palidez fui a ver y era una ventana que golpeaba abriéndose y cerrándose, un viento sur fuerte estaba empezando a azotar la aldea. La habitación estaba oscura, solo iluminada parcialmente por mi pálida linterna. Cerré la ventana con algo de esfuerzo, y la trabé por dentro.

Volví al fuego de la chimenea y empecé a preparar la cena, para mí y los perros. Fue entonces que sentí otro ruido estrepitoso. Sonó afuera. Me dirigí en un arrebato a la puerta del frente y tire para abrirla de golpe. Inútil, hice fuerza y más fuerza y no logré abrirla. Tomé la cuchilla con la que estaba cortando alimentos y fui a la habitación contigua donde había trabado la ventana, le quité el seguro y tironeando de su manija no pude abrir tampoco.

Con sensación de tener toda mi sangre en los pies di la vuelta al escuchar un rugido extraño, una vez más no eran los perros. Había a cincuenta centímetros del techo dos ojos brillantes y luminosos acechándome. Era horroroso, se abalanzó sobre mí, intenté defenderme con la cuchilla pero me desvanecí.

Creía haber muerto pero de a poco empecé a salir del estado de sopor. Al abrir ya completamente mis ojos pude reconocer en la penumbra el rostro de Carina, la hija del almacenero del pueblo, que tenía mi cabeza sobre sus piernas y rodeaba mi cara con sus manos heladas. Yo también sentía frío.

Le pregunto: —¿qué ocurrió, dónde estamos?

—No lo sé, dímelo tú, parece una cueva. Tengo miedo, está oscuro y hay ruidos extraños —me responde Carina con ojos exaltados.

—¿Y tu padre? ¿Y los demás? —interrogo.

—No lo sé, al parecer nos separaron a todos —agregó Carina con cara de espanto—. He escuchado gritos y ruidos raros —dijo.

Cuando quise levantarme noté que no sentía las piernas, me toqué y pude sentir una perforación en una y tenía una gran astilla en la otra. No sentía dolor, no sentía las piernas!

—Carina, presta atención —dije—Debes buscar la forma de salir de esta oscura cueva, yo no puedo caminar. Ve y regresa por mí. Necesito atención médica lo antes posible.

—Tengo mucho miedo, está muy oscuro, apenas puede distinguirse algo a un metro de distancia. Aparte esos ruidos de sierras mezclados con gritos dejan mi cuerpo inmóvil.

—respondió ella.

—Lo sé, lo entiendo, pero aún así debemos hacer algo. Es decir tú debes hacerlo. Yo estoy impedido —dije.

—Está bien, está bien, no sé cómo pero lo haré. Daré una vuelta por la cueva. —Mira Carina, llevo colgado del cinturón mi linterna de luz pálida, anda, llévala contigo. Seguro algo alumbrará.

—Está bien, está bien, no sé si me animo —llorisqueó, tomó la linterna y emprendió la marcha mirando a cada paso hacia atrás, como si nunca más nos fuéramos a ver.

Yo me quedé tratando de sacar la astilla de mi pierna derecha. La izquierda tenía una perforación circular de tres centímetros a la altura de la cara externa del muslo. Lo extraño era que no sangraba. Cuando logré sacar la astilla empezó a derramarse sangre, no en mucha cantidad y lo alivié haciendo un torniquete con la manga de mi camisa. El frío parecía aumentar. Aún no sabía porqué no sentía mis piernas ni podía incorporarme.

Esperé largo rato, tal vez más de cuarenta minutos y sentí unos pasos acelerados que venían hacia mí.

—¡Ricardo! —dijo Carina exitada.

—Carina, por fin, dime que traes buenas noticias.

—No, no muy buenas —ella se hizo a un lado, se tomó el vientre descompuesta y comenzó a vomitar—. No lo creerás. Nos secuestraron seres que por su aspecto son alienígenas. En la pieza contigua pude ver a todos los habitantes del pueblo acostados unos al lado del otro mientras le inyectaban alguna sustancia efervescente que o los inmoviliza o los mata.

—Calma niña, calma si puedes. Es espantoso lo que cuentas. Pues bien, tenemos escasas posibilidades de sobrevivir.

—Ya lo creo —contestó Carina.—Los alienígenas estaban aserrando maderas también, mientras otros de ellos terminaban con la vida de todos —se dio vuelta y otra vez vomitó.

En un breve tiempo sintieron los dos dentro de su mente que los acechaba una mirada penetrante de dos ojos violetas en el rincón de la cueva.

Empezaron a levitar, un vaho los envolvió, Ricardo alcanzó a susurrar el nombre de Carina y nunca más se supo de ellos.

Los huskys desolados ladraron en la intemperie, a un lado de la cueva viendo como ascendía un círculo meloso de aire con vetas lilas, azules y pardas.




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