Bruma en la cueva
Fernando Caroy Rey (Daniel Fernando Bonfiglioli)
DNI 21.898.454
En la montaña, tras los surcos en la nieve, iba dejando mi
cabaña atrás. Quedaba custodiada por mis huskys y con seguridad por algún ángel
de la guarda.
La cima ya no se veía, estaba resbalando a toda velocidad
hacia el valle níveo y el bosque de pehuenes. El trineo tropezó y se dio
vueltas dejándome boca arriba en el manto blanco. Los perros asustados
ladrando, parecían pedir una explicación a lo sucedido en aquél valle nevado.
Me puse de pie, sacudí el frío y tranquilicé a los huskys que eran seis. Reparé
el trineo y monté otra vez en éste. Los perros excitados se conducían a más
velocidad que antes.
Llegamos a la base de la montaña, donde se encontraba el
camino para llegar hasta el pueblo. Desenganché los perros del trineo y empecé
a caminar acompañado por ellos. Había mucho barro y las huellas eran profundas.
Con mucho esfuerzo llegamos a la entrada.
Recorrí todas las cabañas y puestos uno por uno golpeando y
llamando, jadeante y pálido imagino por la temperatura que sentía en mi piel.
Casi sin oxígeno, y sin encontrar rastro alguno de humanos, me senté en la
última de las casas que revisé en la infructuosa búsqueda. Era en absoluto
misterioso, tampoco había líneas celulares o teléfonos activos. El pueblo
estaba aislado y por consecuencia yo también. Estaba entrando el sol y no
habría
posibilidades de volver a la cima de la montaña, a mi
refugio. Sólo pensé que lo único que faltaba era que azotara una tormenta de
nieve. Había dos vehículos en el pueblo pero ninguno logré poner en marcha.
Aventajando la mala suerte, noté que había suficiente comida en la despensa
para dos semanas. Tal vez en otras viviendas habría más. Bueno, igual, no
pienso permanecer tanto tiempo aquí, o eso espero.
Encendí
un sol de noche y puse leña en la chimenea para abrigarme y sentirme un poco
más seguro. Trast! Trast!... un ruido violento me sobresaltó. Venía del fondo
de la casa. Los perros estaban conmigo de modo que no podrían ser ellos.
Ladraron tanto y de forma tan agresiva
que lograron asustarme. Investigando con mi linterna y otra vez la sensación de
palidez fui a ver y era una ventana que golpeaba abriéndose y cerrándose, un
viento sur fuerte estaba empezando a azotar la aldea. La habitación estaba
oscura, solo iluminada parcialmente por mi pálida linterna. Cerré la ventana
con algo de esfuerzo, y la trabé por dentro.
Volví al fuego de la chimenea y empecé a preparar la cena,
para mí y los perros. Fue entonces que sentí otro ruido estrepitoso. Sonó
afuera. Me dirigí en un arrebato a la puerta del frente y tire para abrirla de
golpe. Inútil, hice fuerza y más fuerza y no logré abrirla. Tomé la cuchilla
con la que estaba cortando alimentos y fui a la habitación contigua donde había
trabado la ventana, le quité el seguro y tironeando de su manija no pude abrir
tampoco.
Con sensación de tener toda mi sangre en los pies di la
vuelta al escuchar un rugido extraño, una vez más no eran los perros. Había a
cincuenta centímetros del techo dos ojos brillantes y luminosos acechándome.
Era horroroso, se abalanzó sobre mí, intenté defenderme con la cuchilla pero me
desvanecí.
Creía haber muerto pero de a poco empecé a salir del estado
de sopor. Al abrir ya completamente mis ojos pude reconocer en la penumbra el
rostro de Carina, la hija del almacenero del pueblo, que tenía mi cabeza sobre
sus piernas y rodeaba mi cara con sus manos heladas. Yo también sentía frío.
Le pregunto: —¿qué ocurrió, dónde estamos?
—No lo sé, dímelo tú, parece una cueva. Tengo miedo, está
oscuro y hay ruidos extraños —me responde Carina con ojos exaltados.
—¿Y tu padre? ¿Y los demás? —interrogo.
—No lo sé, al parecer nos separaron a todos —agregó Carina
con cara de espanto—. He escuchado gritos y ruidos raros —dijo.
Cuando quise levantarme noté que no sentía las piernas, me
toqué y pude sentir una perforación en una y tenía una gran astilla en la otra.
No sentía dolor, no sentía las piernas!
—Carina, presta atención —dije—Debes buscar la forma de
salir de esta oscura cueva, yo no puedo caminar. Ve y regresa por mí. Necesito
atención médica lo antes posible.
—Tengo mucho miedo, está muy oscuro, apenas puede
distinguirse algo a un metro de distancia. Aparte esos ruidos de sierras
mezclados con gritos dejan mi cuerpo inmóvil.
—respondió ella.
—Lo sé, lo entiendo, pero aún así debemos hacer algo. Es
decir tú debes hacerlo. Yo estoy impedido —dije.
—Está bien, está bien, no sé cómo pero lo haré. Daré una
vuelta por la cueva. —Mira Carina, llevo colgado del cinturón mi linterna de
luz pálida, anda, llévala contigo. Seguro algo alumbrará.
—Está bien, está bien, no sé si me animo —llorisqueó, tomó
la linterna y emprendió la marcha mirando a cada paso hacia atrás, como si
nunca más nos fuéramos a ver.
Yo me quedé tratando de sacar la astilla de mi pierna
derecha. La izquierda tenía una perforación circular de tres centímetros a la
altura de la cara externa del muslo. Lo extraño era que no sangraba. Cuando
logré sacar la astilla empezó a derramarse sangre, no en mucha cantidad y lo
alivié haciendo un torniquete con la manga de mi camisa. El frío parecía
aumentar. Aún no sabía porqué no sentía mis piernas ni podía incorporarme.
Esperé largo rato, tal vez más de cuarenta minutos y sentí
unos pasos acelerados que venían hacia mí.
—¡Ricardo! —dijo Carina exitada.
—Carina, por fin, dime que traes buenas
noticias.
—No, no muy buenas —ella se hizo a un lado, se tomó el
vientre descompuesta y comenzó a vomitar—. No lo creerás. Nos secuestraron
seres que por su aspecto son alienígenas. En la pieza contigua pude ver a todos
los habitantes del pueblo acostados unos al lado del otro mientras le
inyectaban alguna sustancia efervescente que o los inmoviliza o los mata.
—Calma niña, calma si puedes. Es espantoso lo que cuentas.
Pues bien, tenemos escasas posibilidades de sobrevivir.
—Ya lo creo —contestó Carina.—Los alienígenas estaban
aserrando maderas también, mientras otros de ellos terminaban con la vida de
todos —se dio vuelta y otra vez vomitó.
En un breve tiempo sintieron los dos dentro de su mente que
los acechaba una mirada penetrante de dos ojos violetas en el rincón de la
cueva.
Empezaron a levitar, un vaho los envolvió, Ricardo alcanzó
a susurrar el nombre de Carina y nunca más se supo de ellos.
Los huskys desolados ladraron en la intemperie, a un lado
de la cueva viendo como ascendía un círculo meloso de aire con vetas lilas,
azules y pardas.